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02 de octubre de 2016

Llovía como llueve cuando el cielo se desfonda. Pensé que se lavaba nuestra historia de tanta sangre, vi a una niña imaginando jugar con la lluvia en una ventana de mi pueblo.

 Llovía, no imaginé que Dios estaba roto. Agua, algunas ráfagas más tupidas y un viento helado colándose en el pelo, en la ropa, entre la sombrilla.

Y entonces a esa hora las 4 de la tarde...
 todo empezó con esperanza de un SÏ, un Sí que cambiaría la historia y, luego, nada, un NO se imponía como un muro intrepable. Pensé en los muertos: en esos, en los míos, en los que todos tenemos en algún pliegue del cuerpo.

Y como una sirena el NO penetraba en mis ojos al compás de la lluvia: fría, finita e incesante.
La sirena era un pedido de auxilio, de justicia, de memoria.

Me revolvía el alma. Volaba entre el techo de paraguas que no nos cobijaban. Hice lo que hago siempre cuando algo me asalta: lloré porque las lágrimas reparan las heridas y son el agua con que regar la confianza en que algún día el mundo será un sitio sin ninguna tormenta.

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