Nadie conoció su nombre. En la Alameda le llamaban el Errante, otros el flaco lo cierto fue que cuando se le cumplió el sueño, los vecinos no encontraron un nombre para recordarlo. Vivía en un apartamento de Alameda desde hacía diez años, había heredado de su madre, una empresaria extranjera, bienes de finca raíz con una considerable fortuna que le hubiera permitido vivir tranquilo, de no ser porque junto con la herencia le sobrevino un insomnio eterno que ni el licor pudo contener. El flaco nunca podía dormir más de dos horas por día y así había sobrevivido los últimos dos años. En el vecindario lo veían con toda clase de talismanes colgándole del largo cuello blanco, se había sometido a tratamientos médicos y estudios científicos, había prestado su cuerpo a experimentos paranormales de los Rusos, había probado recetas con raíces tibetanas y se había internado en monasterios aprendiendo toda suerte de meditaciones, manejo del cuerpo y la mente, pero nada le calmaba su agobiante cansa