Nadie conoció su nombre. En la Alameda le llamaban el Errante, otros el flaco lo cierto fue que cuando se le cumplió el sueño, los vecinos no encontraron un nombre para recordarlo.
Vivía en un apartamento de Alameda desde hacía diez años, había heredado de su madre, una empresaria extranjera, bienes de finca raíz con una considerable fortuna que le hubiera permitido vivir tranquilo, de no ser porque junto con la herencia le sobrevino un insomnio eterno que ni el licor pudo contener. El flaco nunca podía dormir más de dos horas por día y así había sobrevivido los últimos dos años.
En el vecindario lo veían con toda clase de talismanes colgándole del largo cuello blanco, se había sometido a tratamientos médicos y estudios científicos, había prestado su cuerpo a experimentos paranormales de los Rusos, había probado recetas con raíces tibetanas y se había internado en monasterios aprendiendo toda suerte de meditaciones, manejo del cuerpo y la mente, pero nada le calmaba su agobiante cansancio. Todo había terminado por hundirle los ojos enrojecidos en la palidez de su cara y su cuerpo descarnado asustaba a los niños y enfurecía a los perros.
La última vez que volvió de viaje había estado con los indios del amazonas, a pesar de tomar menjurjes y participar en ritos sagrados, no había cambiado más que el color de su piel un poco verdosa, y había conseguido un dolor de cabeza que lo hacía caminar con los ojos cerrados, dando tumbos entre los andenes y los transeúntes.
Por esos días entró a la nueva botica atendida por el señor maderius y su joven hija, pidió un analgésico, al día siguiente dos y resultó comprando día tras día el doble de pastillas que el anterior, como si el dolor de cabeza no cesara, como si de repente fuera más fuerte que la pena de estar despierto viendo el mundo siempre, como si comprando solamente aliviara el dolor.
Quince días después lo encontraron ya sin respiración, tendido en el suelo, el cuerpo diáfano y el rostro afable, con una sonrisa suave y bella en los labios, en el bolsillo pastillas para la cabeza, en la mano una carta de amor. En la calle alameda la menor de las hijas del boticario le había robado lo que le quedaba de sueño.
Vivía en un apartamento de Alameda desde hacía diez años, había heredado de su madre, una empresaria extranjera, bienes de finca raíz con una considerable fortuna que le hubiera permitido vivir tranquilo, de no ser porque junto con la herencia le sobrevino un insomnio eterno que ni el licor pudo contener. El flaco nunca podía dormir más de dos horas por día y así había sobrevivido los últimos dos años.
En el vecindario lo veían con toda clase de talismanes colgándole del largo cuello blanco, se había sometido a tratamientos médicos y estudios científicos, había prestado su cuerpo a experimentos paranormales de los Rusos, había probado recetas con raíces tibetanas y se había internado en monasterios aprendiendo toda suerte de meditaciones, manejo del cuerpo y la mente, pero nada le calmaba su agobiante cansancio. Todo había terminado por hundirle los ojos enrojecidos en la palidez de su cara y su cuerpo descarnado asustaba a los niños y enfurecía a los perros.
La última vez que volvió de viaje había estado con los indios del amazonas, a pesar de tomar menjurjes y participar en ritos sagrados, no había cambiado más que el color de su piel un poco verdosa, y había conseguido un dolor de cabeza que lo hacía caminar con los ojos cerrados, dando tumbos entre los andenes y los transeúntes.
Por esos días entró a la nueva botica atendida por el señor maderius y su joven hija, pidió un analgésico, al día siguiente dos y resultó comprando día tras día el doble de pastillas que el anterior, como si el dolor de cabeza no cesara, como si de repente fuera más fuerte que la pena de estar despierto viendo el mundo siempre, como si comprando solamente aliviara el dolor.
Quince días después lo encontraron ya sin respiración, tendido en el suelo, el cuerpo diáfano y el rostro afable, con una sonrisa suave y bella en los labios, en el bolsillo pastillas para la cabeza, en la mano una carta de amor. En la calle alameda la menor de las hijas del boticario le había robado lo que le quedaba de sueño.
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